Jacobo Regen
Pequeña elegía
La muerte no ha pasado por aquí.
Su vendaval oscuro se apacigua
y reposan tus ojos
de par en par abiertos a la luz.
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No ya los dientes apretados
ni la tensa mandíbula;
sí los ojos que crecen
desde el humus fragante
y aventan, con un dócil parpadeo,
la ceniza que siempre te ceñía,
como a Jonás,
el alma.
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Ahora, Walter, amanece.
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Nunca pasó la muerte por aquí.
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Hay que ser muy ingenuo (en el mejor sentido del término, el que lo vincula a no prevención, a apertura y disponibilidad) para disfrutar poemas como la “Pequeña elegía” que Jacobo Regen escribió a la muerte de otro poetazo de Salta, Walter Adet. O, más que “ingenuo”, “bueno”, de buen corazón, o capaz de soltar la sensibilidad para que las palabras cumplan su misión de conmover, llevarlo a uno a un tipo de relación con los seres y las cosas en las que es el afecto lo que más cuenta: lo que nos afecta, lo que nos “toca” de lo que existe y de lo que pasa, y al “tocarnos” nos cambia, como a uno lo cambian el dolor y el amor. O, dando un paso más, no se trata de volverse ingenuo ni bueno ni más sensible, sino aceptar que uno bien puede ser todo eso si se lo permite. Si manda al carajo, quiero decir, los decretos del “campo literario” que mandan mirar con altivo asquito, como si eso garantizara calidad, todo lo que a uno lo apele por el lado de la emoción. Como si en la emoción no hubiera también niveles, sutilezas, densidades de diverso tipo. Es lo que me pasó hace un rato, al encontrarme con el poema que, para recordarlo a Regen, ahora que él también murió, posteó Guillermo Siles.