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Mario Arteca

​

7.1. (una tempestad)

 

Y al conformarse el tallado de la arena, 
brushings de un crótalo en paramento, cierta 
ortografía de los cristales y una alteración

a la medida de su brillo, fue que pegué 
la vuelta a Castries y en cada tranco 
mi destino patizambo abrasaba nuevos bocetos,

otros intríngulis donde descansar del mar 
tras la marcha de la lluvia. Cuánta imagen 
a simple vista abandonó la tempestad

ante los ojos. La glotis, ahora cerrada. 
Mejor decir serrada: con esa “ese” dispuesta 
e interesada en la pista de la playa, anómalo

bandeo, serpentina, todo un simún 
en desarrollo, pero a la hora de tomar 
aire, molesto y reclinando la cabeza

para evitar lesiones debajo 
de los párpados. El regreso 
se lentifica, vuelve a la carga

con la hipnosis de una flojera 
mientras arrastra las piernas. 
Cuando la mente larga un volumen

de arena mojada en cada falla 
de los huesos, escapar sería pasto 
para el engaño. Falta, todavía hay mundo.

Emprender el camino conocido no siempre 
acuerda los indicios; demasiada proximidad 
quema su aceite, nubla la mirada, minimiza

el tiempo de absorción, y así otros olores 
irán desviando el quid hasta salirse de órbita.
Es el sentido de orientación de las rayas,

la usina a perpetuidad de las anguilas, un cese 
de partitura en las setas al estancarse
sobre el lomo eufemismos de mica, todo eso

deja su santo y seña, o bien afina la brújula 
ante cada preámbulo de la marea. Maneras 
de percibir en andanadas este territorio

donde el cristal de roca se integra al aire 
y vicia mis pulmones lejos 
de la sapiencia pesquera.

El que regresa profana el chasis 
de los caracoles, y en esa abundancia
sin inquilino de la playa, la zona

de bochorno acelera el dolor, igual 
que la tensión del arco de un pie 
presentado en la bahía. Siempre sucede

así, y no seré quien trastorne la excepción. 
Convierto en trizas cada vasija de concha marina, 
incluso ya sumido en la timidez del reparo

cada pisada da por seguro la tiranía 
y la firmeza. Tampoco fue como lo pintan. 
Respiro hondo, mientras sopla el aliento

del Atlántico; rollos de estiércol babean 
en la cresta de las olas, y alrededor de algunos 
polizones chispazos de clima simulan

la sucesión del relámpago. Es allí, 
quitando el menú finisecular de promoción, 
cuando cambia el viento su eje, choca

contra la brisa tendida en la arena 
y bajo su dominio el flujo de las ojotas 
revuelve cualquier reparto de elementos.

Más tarde desatará las sombrillas, 
y hará lo mismo con una quincena 
de pescadores prendidos de un alambre.

Se distingue entonces la violencia; tal es 
el espacio que vuelve al meollo donde puse 
pies en polvorosa. Tornarse así la influencia

de aquel perímetro de agitación, estrechando 
la ensenada. Nueva tormenta de espaldas 
a la gente, ni bien un plumazo en remolino

baje un banzai contra el desgaste 
del murallón. Me voy, será lo mejor. 
No volveré esta noche a Castries:

existe la certeza de ser detenido 
por la confianza de un filo en molinete 
(nunca se conoce el techo de estas borrascas.)

Así se comporta, tras una pronta paliza 
de energías, un ciclo mal calculado que 
modifica respuestas de un ceceo atmosférico.

Ese oleaje primavera guarda saña 
en su interior. La espuma, siempre idéntica, 
ahora prevalece en pantomimas, y porque

luce tan soberbia es que trago arena 
como exabruptos. Acaricio de ese modo 
mis pelotas delante de terceros. Será

nuestra señal, y debiera existir otra forma 
de llamarlas a cobijo. Pero si habremos 
de morir a favor de la lluvia, al menos

cuidemos el modo de distinguir lo negro 
de lo blanco, si todo se resolviera con echarse 
a sí mismo una buena cucharada de crema.

​

“Sólo espesores de una densidad desde donde adherirse cuando se cree en la intensidad”, dice, de la escritura de este poema, Mario Arteca, su autor. “Es que somos una rémora de un gran pez que no se deja cazar”, agrega después, buscando dar cuenta de la tentativa. ¿Neobarroco? ¿Surrealismo? No. O sí, de algún modo (como resonancias de herencias que siempre dejan rastros, contra toda pulsión decretadora de caducidades definitivas): escritura exquisita y jugada, en todo caso, respeto extremo a la inteligencia de uno, su lector, y a la necesidad que uno tiene de belleza y de que sea algo “verdadero”, no mero ejercicio “profesional”, lo que se le pone ante los ojos, por más reacio a rendirse así nomás que sea. ¿Qué dice aquí Arteca? ¿De qué habla? Extrañeza de lector ante la tranquila ajenidad de esa materia verbal y que, por eso mismo, por la extrañeza que establece, abre a la vez espacio a un persistente saboreo, tanto por parte del oído como de la imaginación, de las frases y las palabras que la componen (“brushings de un crótalo en paramento”, “un cese de partitura en las setas al estancarse sobre el lomo eufemismos de mica”). ¿Hace falta “entender”? Algo, sin embargo, “hay ahí”, pidiendo ser decodificado de algún modo, salir a la luz de la mente y de esa tentativa insegura y deseosa y hedónica está hecho lo que el poema nos ofrece. Enorme, extraordinario, trabajo de la mente, leerlo. Placer intenso, variado, extraño, el que propone ese trabajo. Uno sale con el cansancio de haber vivido mucho, el buen cansancio que te queda después de transitar a fondo algo que vale la pena. Algo le pasó a uno, no cualquier cosa: algo “tocó”, algo vivió, algo pudo revolverle a uno su estar en el mundo, y eso se agradece.

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