​
7.1. (una tempestad)
Y al conformarse el tallado de la arena,
brushings de un crótalo en paramento, cierta
ortografía de los cristales y una alteración
a la medida de su brillo, fue que pegué
la vuelta a Castries y en cada tranco
mi destino patizambo abrasaba nuevos bocetos,
otros intríngulis donde descansar del mar
tras la marcha de la lluvia. Cuánta imagen
a simple vista abandonó la tempestad
ante los ojos. La glotis, ahora cerrada.
Mejor decir serrada: con esa “ese” dispuesta
e interesada en la pista de la playa, anómalo
bandeo, serpentina, todo un simún
en desarrollo, pero a la hora de tomar
aire, molesto y reclinando la cabeza
para evitar lesiones debajo
de los párpados. El regreso
se lentifica, vuelve a la carga
con la hipnosis de una flojera
mientras arrastra las piernas.
Cuando la mente larga un volumen
de arena mojada en cada falla
de los huesos, escapar sería pasto
para el engaño. Falta, todavía hay mundo.
Emprender el camino conocido no siempre
acuerda los indicios; demasiada proximidad
quema su aceite, nubla la mirada, minimiza
el tiempo de absorción, y así otros olores
irán desviando el quid hasta salirse de órbita.
Es el sentido de orientación de las rayas,
la usina a perpetuidad de las anguilas, un cese
de partitura en las setas al estancarse
sobre el lomo eufemismos de mica, todo eso
deja su santo y seña, o bien afina la brújula
ante cada preámbulo de la marea. Maneras
de percibir en andanadas este territorio
donde el cristal de roca se integra al aire
y vicia mis pulmones lejos
de la sapiencia pesquera.
El que regresa profana el chasis
de los caracoles, y en esa abundancia
sin inquilino de la playa, la zona
de bochorno acelera el dolor, igual
que la tensión del arco de un pie
presentado en la bahía. Siempre sucede
así, y no seré quien trastorne la excepción.
Convierto en trizas cada vasija de concha marina,
incluso ya sumido en la timidez del reparo
cada pisada da por seguro la tiranía
y la firmeza. Tampoco fue como lo pintan.
Respiro hondo, mientras sopla el aliento
del Atlántico; rollos de estiércol babean
en la cresta de las olas, y alrededor de algunos
polizones chispazos de clima simulan
la sucesión del relámpago. Es allí,
quitando el menú finisecular de promoción,
cuando cambia el viento su eje, choca
contra la brisa tendida en la arena
y bajo su dominio el flujo de las ojotas
revuelve cualquier reparto de elementos.
Más tarde desatará las sombrillas,
y hará lo mismo con una quincena
de pescadores prendidos de un alambre.
Se distingue entonces la violencia; tal es
el espacio que vuelve al meollo donde puse
pies en polvorosa. Tornarse así la influencia
de aquel perímetro de agitación, estrechando
la ensenada. Nueva tormenta de espaldas
a la gente, ni bien un plumazo en remolino
baje un banzai contra el desgaste
del murallón. Me voy, será lo mejor.
No volveré esta noche a Castries:
existe la certeza de ser detenido
por la confianza de un filo en molinete
(nunca se conoce el techo de estas borrascas.)
Así se comporta, tras una pronta paliza
de energías, un ciclo mal calculado que
modifica respuestas de un ceceo atmosférico.
Ese oleaje primavera guarda saña
en su interior. La espuma, siempre idéntica,
ahora prevalece en pantomimas, y porque
luce tan soberbia es que trago arena
como exabruptos. Acaricio de ese modo
mis pelotas delante de terceros. Será
nuestra señal, y debiera existir otra forma
de llamarlas a cobijo. Pero si habremos
de morir a favor de la lluvia, al menos
cuidemos el modo de distinguir lo negro
de lo blanco, si todo se resolviera con echarse
a sí mismo una buena cucharada de crema.
​
“Sólo espesores de una densidad desde donde adherirse cuando se cree en la intensidad”, dice, de la escritura de este poema, Mario Arteca, su autor. “Es que somos una rémora de un gran pez que no se deja cazar”, agrega después, buscando dar cuenta de la tentativa. ¿Neobarroco? ¿Surrealismo? No. O sí, de algún modo (como resonancias de herencias que siempre dejan rastros, contra toda pulsión decretadora de caducidades definitivas): escritura exquisita y jugada, en todo caso, respeto extremo a la inteligencia de uno, su lector, y a la necesidad que uno tiene de belleza y de que sea algo “verdadero”, no mero ejercicio “profesional”, lo que se le pone ante los ojos, por más reacio a rendirse así nomás que sea. ¿Qué dice aquí Arteca? ¿De qué habla? Extrañeza de lector ante la tranquila ajenidad de esa materia verbal y que, por eso mismo, por la extrañeza que establece, abre a la vez espacio a un persistente saboreo, tanto por parte del oído como de la imaginación, de las frases y las palabras que la componen (“brushings de un crótalo en paramento”, “un cese de partitura en las setas al estancarse sobre el lomo eufemismos de mica”). ¿Hace falta “entender”? Algo, sin embargo, “hay ahí”, pidiendo ser decodificado de algún modo, salir a la luz de la mente y de esa tentativa insegura y deseosa y hedónica está hecho lo que el poema nos ofrece. Enorme, extraordinario, trabajo de la mente, leerlo. Placer intenso, variado, extraño, el que propone ese trabajo. Uno sale con el cansancio de haber vivido mucho, el buen cansancio que te queda después de transitar a fondo algo que vale la pena. Algo le pasó a uno, no cualquier cosa: algo “tocó”, algo vivió, algo pudo revolverle a uno su estar en el mundo, y eso se agradece.