Alberto Cisnero
Ras
supongamos que me llame así,
supongamos que me cuadren también
otros vocativos junto a cualquier i griega
más un cero, con tinta o remingtons
(desesperantografiadamente, liberto,
de imprenta). eso irruye, reduce
a ras de la tierra
…..
Decir algo como conversando, o como hablándole a alguien, más bien (no es exactamente coloquial el léxico, sí tal vez el tono), para nomás decirlo. Como dando por sentado que en el asomar de algo que podría decirse hay una posibilidad de despliegue, que a su vez es juego con la materia verbal, como un chico juega a armar algo con sus objetos de jugar más preciados, aquellos que ama por su forma, su color, su textura, los modos en que llegaron a su vida, todo aquello a lo que cada objeto (palabra, en este caso) se parece o todo aquello que cada objeto suscita. Así suelen ser, más o menos, los poemas de Alberto Cisnero. “Lo que no puede admitirse en la poesía es que sea previsible”, dijo alguna vez Eduardo Espina, y lo imprevisible cumple la función de irrumpir para dar vida a la escritura, sea un verbo tan en desuso como “irruir” o algún neologismo o palabra-valija, a lo Carroll o Joyce, además de las articulaciones o insistencias de sonidos (la erre en los dos últimos versos, las vinculaciones de “r” y “t” en los dos anteriores). Y todo para decir algo que no se alcanza a decir bien ni importa especialmente: lo que importa es el acto de decirlo, y ese acto, además de car cancha al artificio feliz de la escritura, tiene una carga, una actitud o algo así, que por debajo palpita y viene a tocarnos y deja algo abierto. Todo acá está vivo, quiero decir, o algo así.
De “Mil brillos apagados”.