Héctor Miguel Ángeli
Juicio oral
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Vamos a ver:
estás aquí, sentado en un café
y escuchas las hermosas palabras
que te dicta tu inseparable compañera,
esa Poesía que nunca sabes
si es una puta o una santa
aunque no importa mucho
porque siempre es una mujer de noble corazón.
Analicemos:
las hermosas palabras no pueden ser reemplazadas.
Esto implicaría una infamia
cuando caen sobre las fotografías del mundo.
Por ejemplo:
la cabeza cortada de un adolescente
rodando sobre el asfalto.
Sin embargo, esa palabras no sirven
para detener al esbirro
que mañana cortará otra cabeza.
Ahora bien:
la palabra es siempre una desesperada
en el crepúsculo del desierto.
Pese a sus fulgores,
no puede resolver sin la idílica sombra.
Una prueba:
¡Pobrecitos los poetas!
Quieren ser útiles, salvar las armas,
luchar por todos contra el muro del vacío,
pero la belleza siempre los traiciona.
¡Oh, sí, pobrecitos!
Última instancia:
la Poesía renace en una guarida de alucinados.
Conclusión:
se te va la vida
en lo que no dices y en lo que no haces.
Te queda, muy pequeña, la muerte.
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Me dio tristeza, cuando a varios nos dieron La Rosa de Cobre, que Héctor Miguel Ángeli estuviera entre el público y no en el escenario, con nosotros. No me sorprendió, sin embargo, porque su nombre siempre se mantuvo en un lugar tan discreto como discretas eran su actitud en la vida y la actitud de su poesía. Esa falta de brillantez o de cualquier otro rasgo que llamara mucho la atención es precisamente algo que me gustó desde un principio en esa poesía, porque de ahí parecían venir las palabras, de una humildad que bien podía ser condición para una tranquila sabiduría o una lucidez a la que la escritura debe lo mucho que tiene de agudeza, de precisión. Ternura es la palabra que se me ocurre. No son tiempos estos para la ternura. Ahora me entero de que Ángeli murió y me apena no haber encontrado cómo darle alguna muestra de mi aprecio, al margen de las tres o cuatro veces en que nos saludamos con afecto.