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Pablo Neruda

 

La mamadre

 

La mamadre viene por ahí, 
con zuecos de madera. Anoche 
sopló el viento del polo, se rompieron 
los tejados, se cayeron
los muros y los puentes, 
aulló la noche entera con sus pumas, 
y ahora, en la mañana
de sol helado, llega 
mi mamadre, doña 
Trinidad Marverde, 
dulce como la tímida frescura
del sol en las regiones tempestuosas, 
lamparita
menuda y apagándose, 
encendiéndose
para que todos vean el camino.

Oh dulce mamadre
—nunca pude 
decir madrastra—, 
ahora
mi boca tiembla para definirte, 
porque apenas
abrí el entendimiento
vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro, 
la santidad más útil:
la del agua y la harina, 
y eso fuiste: la vida te hizo pan 
y allí te consumimos, 
invierno largo a invierno desolado 
con las goteras dentro 
de la casa
y tu humildad ubicua 
desgranando
el áspero 
cereal de la pobreza 
como si hubieras ido 
repartiendo 
un río de diamantes.

Ay mamá, cómo pude 
vivir sin recordarte 
cada minuto mío? 
No es posible. Yo llevo 
tu Marverde en mi sangre, 
el apellido
del pan que se reparte, 
de aquellas
dulces manos
que cortaron del saco de la harina 
los calzoncillos de mi infancia, 
de la que cocinó, planchó, lavó, 
sembró, calmó la fiebre, 
y cuando todo estuvo hecho, 
y ya podía
yo sostenerme con los pies seguros, 
se fue, cumplida, oscura, 
al pequeño ataúd
donde por vez primera estuvo ociosa 
bajo la dura lluvia de Temuco.

​

Seguramente lo debo haber leído hace mucho, pero, si fue así, lo tenía completamente borrado de la memoria, y al encontrarlo ahora, el efecto del encuentro con este poema de Neruda fue importante y fuerte. Me conmovió y me llevó a darme cuenta de que uno de los principales motivos por los que me conmovió habría sido, hace algunos años, un motivo para rechazarlo. Nos hace falta, me parece, a nosotros, los "cultos", los "versados en poesía", los "actualizados", sacarnos toneladas de soberbia de encima para poder disfrutar la riquísima experiencia que acá se nos propone.

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