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James Tate

 

El sueño americano

​

Alan Ross me vino a hablar un día y me dijo que quería escapar 
de esta carrera de locos. Le dije, “¿Qué vas a hacer, entonces?”
Me dijo, “No sé. Lo estoy pensando”. “Viste que no es tan fácil
escaparse, tenés que tener plata”. Él me dijo: “Ya sé, no tengo
un peso.” “Bueno, entonces tenés un problemita, ¿no?”, le dije.
“Algo se me va a ocurrir, ya vas a ver”, me dijo. Ésa fue la última
vez que vi a Alan. Pasó un mes. Pensaba en Alan todo el tiempo.
No me podía imaginar adónde se había ido. Le dije a Lilian, “¿Cómo
pudo arreglárselas sin nada de plata?”. Ella me dijo, “La gente
puede vivir de sus encantos. Es algo muy común”. “Pero Alan
no es encantador”, le dije. “A lo mejor podría serlo si fuera necesario”,
me dijo. En un par de meses más, me olvidé de él. Me rompí
el alma en el laburo y me dieron un aumento. Lilian y yo
nos fuimos de vacaciones a la montaña. Yo pescaba y ella
leía sus libros. Era tan relajante que casi me olvidé de que tenía
trabajo. Pero después se terminó y tuve que volver a trabajar.
Un día algo salió mal y nos hice perder una fortuna. Mi jefe me dijo,
“Tomatelás de acá, no quiero verte nunca más la cara.” Le dije, “Yo
lo puedo arreglar, estoy seguro.” “Tomatelás de acá, estás despedido”.
No quería irme a casa. No sabía adónde ir. Me senté en la escalinata
del banco con la cabeza entre las manos. Un tipo vino y me dijo,
“Yo te puedo ayudar. Conozco un lugar para gente como vos”. 
Le dije, “Lo veo difícil, soy un fracaso. No hay ningún lugar 
para la gente como yo.” “Sí que hay. Vos seguime”, me dijo.
Me levanté y lo seguí. Nos subimos a un colectivo y fuimos
hasta el final del recorrido. “¿Adónde vamos?”, le pregunté.
“Es acá nomás, son un par de cuadras”. Caminamos varios
kilómetros. Yo estaba muerto de cansancio. Allá estaba Alan,
consumido hasta los huesos. Le dije, “Alan, ¿qué estás haciendo
acá?”. Me dijo, “No sé. Ahora soy esclavo. Me dijeron que era
por el sueño americano”, me dijo. “¿Pero qué sueño es ése?”, 
le dije. “Es algo que uno quisiera no haber conocido nunca,” me dijo.

 

Trad.:Ezequiel Zaidenwerg

 

Con el aspecto de relatos costumbristas que se limitan a contar historias ambientadas en la más vulgar vida cotidiana, los poemas de James Tate queEzequiel Zaidenwerg viene traduciendo y publicando no intentan reflexionar ni transmitir idea alguna o visión del mundo, ni interrogar ni reclamar ni conmover ni transportarlo a uno a otro nivel de la conciencia. De lo que se estaría tratando, más bien, es de divertir por lo que hay de increíble y disparatado en esas sucesiones de hechos, de acuerdo a una lógica más parecida a la del sueño que a la del delirio, en la que son la extraordinaria capacidad de Tate para irrumpir siempre con un viraje inesperado y el humor los que animan la lectura y la vuelven una fiesta de la mente. Todo lo cual le permite, dentro de una de las más productivas tradiciones de la literatura de su país, iluminar con una irrevocable luz crítica, con algo de kafkiano quizá, los lugares comunes y las taras del "modo de vida estadounidense" (lo que tienen de conformista y preprogramado), sin necesidad de emitir juicio alguno ni comentar nada: ese "trasfondo político", como dice Zaidenwerg, al que solamente la gracia y la destreza de la escritura (la capacidad de ocurrencia de Tate, los movimientos mentales cuyo disfrute hace posible) impiden que, de tan tácitamente presente, lo deje a uno hundido en la depresión o el horror.

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