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Alejandro Rubio

 

Consolación

​

Cuando acostado en el colchón
bajo el cable de la bombita que se bambolea
con el aire que entra por la ventana abierta
a la luz de los carteles publicitarios y oyendo
frenadas, botellazos, puteadas,
arropado en tu carne pienses:
qué vida de mierda. Qué vida espléndida
con sus lazos de amor y sus polvos tabernarios,
su alcohol traslúcido y su humo ilegal
que sube espiralado en dormitorios adolescentes,
su nostalgia por un futuro mejor y su memoria rabiosa,
sus calles libres y sus edificios art decó que albergan
oficinas de servicios públicos pobladas por cadetes salaces y
secretarias
de portaligas severos, su relumbre acristalado y neutro en la
mañana
que hipnotiza a los chicos de jardín que dejan caer sus
mochilas
por un segundo de solicitud maternal, su áspera paternidad
fundada en la colimba y una docena de trabajos precarios,
su música barata y su cine para minorías,
todo en un rejunte guaso cuyo jedor asciende
por los pozos de ventilación de este edificio lateral
a las grandes vías por donde el capital desfila
en carrozas de oro escoltadas por ángeles.

​

No hay coartada que valga, no hay palabra bonita que recubra ni nobles intenciones que justifiquen ni espectáculo que dar: escritura hay, decidida a moverse por sí misma, con su propia música interna, su autoexigencia o su necesidad de consistencia extrema (lo que se escribe, encontrarse con eso que en el poema está escrito, tiene que ser lo más parecido que se pueda a encontrarse con lo que las cosas son en tanto materia concreta) y controlada o estimulada por una mirada para nada interesada en entender. No entender, no explicar, no sacar conclusiones que no sea apuntes colaterales: ver eso que es el mundo o la vida como viene, cuanto menos previamente preparado mejor, como al más alucinante espectáculo posible, sin idealizarlo, sin ver otra cosa que eso, por más imposible que sea. Hay lo que está, cumpliendo su tarea de ir siendo como es, a los tumbos y a los choques y a los refriegues en el maravilloso mundo desencantado y plebeyo que puso ante nosotros un Dios que hace rato se fue, en el que ninguna cosa es más ni menos que otra. Eso que pasa en la escritura --atrapado por la escritura en su pasión amorosa por lo que existe y la desafía y puesto a jugar en la sucesión de trazos sonoros y semánticos a los que esa escritura debe lo que tiene de cuerpo que late, de respiración, de disfrute en el paso de un chispazo iluminador de la imagen al que viene después-- lo vive uno, lector, como quien vive algo con todo el cuerpo y los sentidos, y con la inteligencia también, necesitada de que la llamen a hacerse cargo. cony mucho tiene que ver en eso la destreza con que Alejandro Rubio encuentra las exactas palabras, no importa de qué origen, capaces de sostener ese andar, ni chatas o indiferentes ni ostentosas: las que hacen falta, las que en el orden del poema uno puede percibir que están vivas. Me parece ver, en el fondo o en los intersticios de este y otros poemas de Rubio, una pasión o una ética política, ni ingenua ni sabihonda: jugada.

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