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Francisco Urondo

 

El ocaso de los dioses

 

No hay nadie en la calle, en los ruidos húmedos,
en el vuelo de las hojas y mis pasos quieren
reiniciar las maderas de la adolescencia.

Pero todo está abandonado, no hay nada que
pueda favorecernos; ningún aire de
inconsciencia, ningún reino de libertad. Sólo
hábitos tolerantes haciendo crujir nuestra
memoria. "Ha estado bien", decimos.

Dueños del incendio, de la bondad del
crepúsculo, de nuestro hacer, de nuestra
música, del único amor incoherente; soberanos
de esa calle donde los tactos y la impresión
hicieron su universo.

Las sombras acarician aún sus veredas, tu mismo
nombre y tu gesto son una forma nocturna que
en esa constelación crece y sabe enrostrar
nuestra culpa.

Y todo termina con una esperanza, con una
dilación —"ha estado bien"—, o en un bostezo,
o en otro lugar donde es menester el coraje.

​

"Lo existencial". No sé si es adecuado el término: es el que encuentro cuando pienso en poemas, películas, novelas u obras de teatro que hacen de la concreta aventura de vivir, la que nos toca a todos, su campo de indagación. La vida, esta vida, con todo lo que implica, y qué hacemos o podríamos hacer con ella. "¿Qué es todo esto?", "¿para qué?", "¿de qué tengo que hacerme cargo?". No hay respuestas pero tampoco aceptación resignada. Atención hay, inquietud, necesidad de seguir adelante pese a todo, dudas, interrogantes, revelaciones más o menos atesorables, momentos que valen por sí mismos, sin que nada se cierre, incluido, en primer lugar, el deseo. Y, movida o suscitada por el deseo, la incesante necesidad de salir de lo falso, lo mediocre, lo únivoco, lo obediente, lo fatuo. Poesía a la vez absorta y comprometida la de Francisco Urondo: siempre, y de manera más clara en sus primeros libros, me pareció lo más alto, en todos los sentidos, que la "poesía existencial" produjo en la Argentina, suponiendo que haya existido. "Absorta", digo, en tanto abierta a lo que realmente existe, como si las sombras de la vereda, la música o el movimiento de las hojas algo estuvieran diciéndonos, transmitiéndonos --una apertura de los poros del alma-- y como si en "eso" que dicen o transmiten estuviera de algún modo el secreto del estar en el mundo. E incluyendo en "lo que realmente existe" a los movimientos del alma, las sensaciones, los climas espirituales, las relaciones con los otros. Vivir, en serio, y con todo, la vida. Y tanto que, en algún momento, entre el cansancio, el aburrimiento, las ráfagas del placer, los felices contactos materiales, las culpas, las esperanzas, el no saber qué se viene, el dolor, suele asomar, como horizonte inevitable, ese "otro lugar donde es menester el coraje".

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